domingo, 6 de mayo de 2007

Sin niños no hay futuro

Este es un artículo de Federico Mayor Zaragoza que fue director general de la UNESCO entre 1987 y 1999; actualmente es presidente de la Fundación Cultura de Paz y copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones.

La manera más eficaz de poner fin a la aventura humana consiste en privarnos de nuestros hijos a quienes los hemos engendrado. Eso es lo que hacen los partidarios de la guerra, cada vez que ponen en marcha su siniestra manera de arreglar los conflictos: se matan entre ellos y, con los daños colaterales de la guerra, matan a los ancianos, a los enfermos, a las mujeres y a los niños.
Matando a los niños, matan nuestro futuro.
Frente a ellos, nosotros, los partidarios de la cultura de paz, levantamos nuestras manos desarmadas, con los brazos bien abiertos, protegiendo a nuestros seres queridos, y con el corazón dispuesto a saludar y abrazar a todo aquél que arrojando las armas decida pasarse a nuestro campo de la paz, del lado del futuro que son los niños.
Nuestra divisa es muy simple: "perdonad nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores".
En caso de conflicto, es preferible perdonarse mutuamente a matarse el uno al otro, obstinándose en defender que todo el acierto es nuestro y que todo el error es del otro.
Hay que estar completamente loco para defender que las culpas no están compartidas en la mayor parte de nuestros conflictos. Si esto es verdad para nuestros asuntos personales, lo es en mayor grado para nuestos asuntos colectivos, que son los que afrontamos supuestamente para defender a nuestras familias y a nuestro pueblo, frente a otras familias y otros pueblos.
La mayor de las locuras consiste en preferir la razón de la fuerza a la fuerza de la razón. Éste es uno de los conceptos más fundamentales de la ética universal que promueve a través del mundo Federico Mayor Zaragoza que escribe

"En nombre de los niños muertos".
Un día y otro y otro, hasta hacerse rutina y dejar, por tanto, de ser noticia. Niños muertos como "efectos colaterales" de las acciones bélicas, de los "asesinatos selectivos" de Israel, de las reacciones terroristas de las milicias palestinas o los cohetes de Hezbolá. Niños muertos en Irak por los "insurgentes", por las fuerzas armadas propias o invasoras.
¿Cómo podríamos, por fin, detener la locura de la guerra e iniciar el siglo XXI sustituyendo la fuerza por el diálogo? Las emociones que he sentido y observado frente a la imagen de una niña acribillada me han hecho pensar que quizás sólo invocando a los niños muertos podría lograrse que todos, de un lado y otro, de una y otra creencia o ideología, estarían dispuestos a deponer las armas y sentarse alrededor de una mesa para intentar hallar soluciones pacíficas a sus conflictos.
En nombre de los niños muertos, pensando que podrían ser los nuestros. Quizás sólo así es posible que la sed de venganza, la animadversión, el rencor y el odio cedan espacio y voluntad a la conciliación. Sólo así las turbias manos que empujan la inmensa maquinaria bélica comprenderían que su tiempo ha terminado, que ya hemos pagado -en víctimas y divisas- el precio terrible de la guerra.
En nombre de los niños muertos. Hace unos días, Save the Children publicaba que en la actualidad hay 50 millones de niños afectados por conflictos armados. Y Unicef informaba sobre los miles que mueren diariamente de hambre, de desamor, de olvido. ¿Serán estas cuentas, estos datos, el recuerdo horrendo de niños esqueléticos o destrozados por la metralla, los que podrán movilizar a la gente, abriéndole los ojos y propiciando resueltamente la acción?
Acostumbrados a aceptar resignadamente "lo que pasa", atemorizados y esperando "a ver qué hacen" (los gobernantes, las instituciones nacionales e internacionales), solemos despertar de nuestro letargo únicamente cuando sucede algo realmente excepcional. Entonces la reacción está a la altura de la dignidad humana, del destino común. Miles y miles ofrecen ayuda generosamente, y otros, con las manos embadurnadas de chapapote del Prestige, facilitando los primeros auxilios a los damnificados del huracán Mitch o del tsunami del Índico, nos dan la medida de la solidaridad humana, de la capacidad de abnegación y desprendimiento. Y nos llenamos otra vez de esperanza.
Ha llegado el momento de no descansar. De no ser espectadores hasta que otro aldabonazo nos incite a saltar al escenario. Presencial o virtualmente, tenemos que movilizarnos para proclamar un no rotundo a la guerra, a la violencia. Y reclamar la rápida interposición de cascos azules y, todos sin excepción respetando la tregua, empezar a construir la paz bajo la tutela de las Naciones Unidas.
Transitar desde una cultura de imposición y fuerza a una cultura de conversación y entendimiento es más desacostumbrado que difícil. Porque desde hace siglos nos hemos dejado guiar -insisto siempre en ello- por una recomendación perniciosa aunque muy apreciada (en todas las acepciones) por los grandes consorcios armamentísticos: "Si quieres la paz, prepara la guerra". Y, como es lógico, hacemos aquello para lo que estamos preparados, dando la vida con frecuencia por causas bien ajenas a las nuestras.
No estamos acostumbrados a la paz, a construir la paz, a hacer la paz, las paces. Quizás si pensamos en los niños muertos seremos capaces de vencer la inercia de tantos años belicosos y beligerantes, y nos incorporemos a la construcción cotidiana de la concordia, de la paz.
Al iniciarse un proceso de paz, a veces interrumpido y casi siempre discurriendo por caminos tortuosos, he pensado en los centenares o miles de víctimas que se hubieran evitado si hubieran decidido -teniendo presentes a sus hijos- sentarse a dialogar mucho antes. Cuanto más pronto mejor, auxiliados por una Comisión de Conciliación que, dependiente del secretario general de las Naciones Unidas, debería hallarse permanentemente disponible. Es un sentimiento agridulce, porque este pesar ha ido siempre acompañado de la expectativa de que la andadura que comienza llegará un día a buen destino.
Israelíes y palestinos decidieron vivir juntos pacíficamente. Recuerdo cuando, en noviembre de 1987, visité a Yasir Arafat en la OLP cobijada en Túnez. "Debemos aprender a vivir juntos", repitió. Unos meses después, Simón Peres me decía con su contundente voz en Tel Aviv: "No hay otra opción: convivir en paz". Luego me reuní varias veces con Isaac Rabin. Era el que más decididamente promovía los Acuerdos de Oslo, incluida la cocapitalidad de Jerusalén. Se avanzaba en el proceso hasta que, un día aciago, una mano asesina le segó la vida. Como a John y Robert Kennedy. Como a Anuar el Sadat. Murió hablando de paz, no haciendo la guerra. En el recinto de la Unesco en París ubicamos la Plaza de la Tolerancia Isaac Rabin, con el monumento-olivo del gran escultor israelí Dani Karavan. Ojalá un día no muy lejano se pose en las ramas de su olivo la paloma de la paz que tanto anheló y procuró.
La inmensa mayoría de los palestinos y de los israelíes desean vivir en paz. Una sola condición: que todos los seres humanos valgan lo mismo. Esta radical igualdad en dignidad es el único requisito para la convivencia. En el hospital Haddasa, en Jerusalén, en una de mis visitas, alguien preguntó al director, en el departamento de neurología: "Aquella mujer a la que están tratando allí es palestina, ¿verdad?". El director respondió: "No sé. Aquí todos son pacientes".
Pues bien: todos iguales. Toda vida, toda muerte, el mismo valor. Para garantizarlo, unas Naciones Unidas reforzadas y dotadas de los recursos humanos, financieros y técnicos necesarios. Es la mejor garantía de futuro. Ya está claro que un grupo de países -G-7 o G-8- no puede encargarse de la gobernación del mundo. Y menos todavía, un poder hegemónico. Todos son necesarios, en cambio, para asegurar la eficacia del multilateralismo.
Ahora, ahora mismo, en nombre de los niños muertos, de los que se están matando o muriendo, parar de inmediato esta locura de los unos, de los otros y de los de más allá.
Cesar todo acto de violencia para detener esta infernal espiral de acción y reacción. "Los pueblos", a los que alude la Carta de Naciones Unidas en la primera frase de su preámbulo, no deben permanecer silenciosos por más tiempo, ni conformados, porque se trata del destino común de sus descendientes. Bien mirado, todos los niños del mundo son nuestros niños. No hay distinciones ni preeminencias. Cada niño vale lo mismo. Vale todo. Y, como en el hospital de Jerusalén, los niños no tienen nacionalidad ni color de piel.
Cuando todos los llamamientos a la mesura y a la conciliación han fracasado, tengamos la valentía de pensar en los niños muertos y en los nuestros, para que no muera ni uno más. Hay que movilizarse todos, utilizando todos los medios a nuestro alcance. Que nadie permanezca de espectador. Que nadie siga callado. Si no actuamos, si las asociaciones, ONG, instituciones de la sociedad civil no se implican decididamente y logran, en un gran clamor popular, parar la locura de la lógica de guerra -aunque les duela a los fanáticos, a los extremistas y a los que siguen beneficiándose de la ley del más fuerte-, habremos defraudado a los niños que confiaban en nosotros cuando les quitaron la vida.

Arantxa.

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